lunes, 21 de octubre de 2013

La vida en el Rio Nilo

Se halla muy extendida la falsa idea de que la vida a orillas del Nilo en época faraónica era poco menos que un Edén, en el cual los felices campesinos se ocupaban a diario de sus tareas en unos campos irrigados por inmensas obras hidráulicas, cuya producción permitía alimentar a todo el país y generaba los suficientes recursos para que los faraones construyeran altas pirámides y grandiosos templos. Todo ello merced a la mágica y regular llegada de la crecida del Nilo en un clima caluroso, pero casi ideal, tal como nos muestran las escenas que decoran las tumbas de faraones y nobles que se han conservado. Por desgracia, estas escenas son recreaciones idílicas de un mundo perfecto, surgidas del pensamiento de los antiguos egipcios y destinadas a acompañar al difunto al Más Allá para que su vida de ultratumba fuera lo más perfecta posible. En realidad, como han puesto de manifiesto diversos estudios en los últimos años, la vida a orillas del Nilo no fue en modo alguno sencilla, al menos para quien no pertenecía a la clase alta.
Empecemos por la crecida del Nilo, que de ninguna manera era esa fuerza bienhechora y pacífica que todos pensamos. Es innegable que el Nilo y sus aguas fueron los responsables de que la civilización faraónica existiera y prosperase; pero por desgracia también es cierto que sus crecidas eran bastante irregulares y, por lo tanto, muy peligrosas. El riesgo de la inundación no procedía de la fuerza de las aguas, siempre mansas, sino de la altura que éstas alcanzaran. El sistema de cultivo utilizaba en su provecho las características de la crecida, que al menguar iba dejando pequeños diques naturales de barro paralelos al curso del río, los cuales eran fortalecidos, ampliados y completados por los campesinos con otros perpendiculares a los primeros. Se creaban, así, estanques de diferente tamaño que se llenaban automáticamente con la crecida y retenían el agua durante varias semanas, empapando el terreno, desalinizándolo, limpiándolo y fertilizándolo con el limo nuevo.
Pero este sistema no estaba exento de problemas. El principal radicaba en que si la inundación era muy escasa, muchos campos se quedaban sin irrigar y eso suponía una menor producción de alimentos, lo que se traducía en hambruna; si era demasiado alta, los diques se borraban y los campos se anegaban, lo cual terminaba también en hambruna, a la cual se sumaba la destrucción por el agua de muchas casas, construidas con adobes. Por ejemplo, durante uno de los momentos de mayor lustre económico y cultural del Imperio Medio (dinastía XII), el reinado de Amenemhat III, hubo crecidas irregulares a lo largo de buena parte del casi medio siglo que duró su gobierno: al comienzo fueron demasiado altas, alcanzando su máximo en el año 30 del reinado, tras lo cual hubo un pronunciado descenso de la altura de las mismas que se prolongó durante cerca de un decenio, con sus graves secuelas de escasez.

Y es que el clima egipcio no era tan ideal como muestran las tumbas, donde todos aparecen desnudos o vestidos con un mínimo taparrabos, si son trabajadores, o con un faldellín y una túnica ligera y plisada, si son nobles. Todo el que haya visitado Egipto durante el invierno sabe que por la noche y por la mañana no sólo refresca, sino que puede llegar a hacer mucho frío. Resulta imposible que los egipcios fueran siempre tan ligeros de ropa; en algunos momentos del año tenían que abrigarse o pasarían verdadero frío.

Vestido y alimentación

Por otra parte, exponerse al sol sin nada que cubra el cuerpo es también perjudicial. En realidad, la ropa que se ha encontrado intacta de época faraónica se parece mucho a las galabiyas, las túnicas que todavía hoy se ven en las zonas rurales de Egipto; sabemos, además, que los egipcios utilizaban otras prendas de más abrigo confeccionadas con lana de oveja. Lo cierto es que son pocas las telas de esas características que se han encontrado, pero las fibras de lana aparecen por doquier en las zonas de habitación y nos confirman que en el valle del Nilo había que abrigarse en ocasiones. Sobre todo porque la ausencia de combustible hacía que la calefacción y las hogueras fueran algo escaso en los hogares más allá de la cocina, que por lo general se situaba fuera de las casas.
Precisamente, la alimentación es otra de las cosas que no aparece reflejada tal cual era en la decoración de las tumbas. En la capilla funeraria siempre vemos al difunto frente a una mesa de ofrendas bien surtida, repleta de alimentos variados –panes, vino, cerveza, carne de bóvido, dulces, vegetales, aves, hortalizas– destinados a alimentar su ka o esencia vital en el Más Allá. Pero este tipo de alimentación era privilegio de unos pocos; el egipcio de a pie se alimentaba a diario de cerveza (una especie de gachas con muy poco contenido alcohólico), pan y verduras.
Exceptuando a la clase alta y los trabajadores del faraón que realizaban tareas pesadas, que recibían un suplemento de proteínas, la inmensa mayoría de los egipcios se encontraba siempre al borde de la inanición. La gente común sólo consumía proteínas animales en cierta cantidad con ocasión de celebraciones especiales, como la fiesta de un dios, cuando las ofrendas eran repartidas entre el pueblo. Los grandes rebaños de ovejas y vacas que pastaban en el valle del Nilo estaban destinados a la clase alta y a los templos; la ofrenda de carne por excelencia era la pata delantera derecha de un bóvido, la ofrenda khepesh.
Sin embargo, en los últimos años se ha comenzado a descubrir que, además de los peces y animales que podían atrapar en el Nilo y el desierto, la gente corriente contó con una fuente de proteínas que le era propia: el cerdo. Se trata de un animal que prácticamente nunca aparece representado en las tumbas, como si existiera algún tipo de tabú social hacia él y hubiera sido indigno de aparecer como alimento de la clase alta. No obstante, los arqueólogos encuentran restos de cerdos en los lugares de habitación que excavan, lo que es un claro indicio de que su consumo como fuente de proteínas no era algo excepcional.

La vida en el poblado

Tener cerdos correteando por la aldea tenía la ventaja de que al ser un animal omnívoro podía hozar entre los montones de inmundicias que se acumulaban en las calles, ayudando a mantenerlas algo más limpias. Los poblados egipcios, carentes de todo tipo de sistema de recogida de residuos y de aguas de albañal (todo lo más un arroyo en el centro de las calles de algunas ciudades), no eran precisamente los lugares más saludables del mundo para vivir. Por fortuna, una vez al año las aguas de la crecida arrastraban o enterraban toda la porquería acumulada durante los meses anteriores. El interior de las casas, relativamente oscuro, también era poco higiénico –a pesar de que casi todas las casas grandes contaban con un cuarto de baño y un retrete–, ya que estaba poco ventilado y lo infestaban todo tipo de insectos y parásitos.
Fuera de las casas la vida tampoco era sencilla, al menos si hemos de creer los documentos procedentes de Deir el-Medina, que van desde listas de la lavandería a contratos de venta, pasando por acusaciones de robo. Según los vamos leyendo, comprobamos que las relaciones personales en un espacio tan reducido como éste eran dignas de una telenovela llena de estereotipos, con un matón que imponía su ley por la fuerza, mujeres que engañaban a sus maridos, hombres que presumían de virilidad y eran abochornados por no tener hijos, violencia doméstica, pretendientes a los que la mujer de sus sueños daba calabazas..., pero también actos de bondad para con alguien necesitado. Todo ello, en un pequeño recinto de calles estrechas e insalubres en el que las miserias de unos eran de sobra conocidas por sus vecinos. Es cierto que no todos los poblados eran tan particulares como éste, pues allí vivían los encargados de excavar y decorar las tumbas del Valle de los Reyes, pero estos documentos nos han dejado una idea muy vívida de cómo podía ser la vida en el Nilo.

Al servicio del faraón

Debido a la especial tarea que llevaban a cabo, los habitantes de Deir el-Medina disponían de una ventaja respecto al resto de egipcios: no tenían que sufrir el pago de la azofra o trabajo obligatorio debido al soberano. Todavía no están muy claros los mecanismos por los que se regía este pago, pero lo cierto es que cuando se requería una fuerza de trabajo, bien para limpiar canales, llevar ladrillos o incluso organizar una expedición punitiva, cualquier egipcio podía ser «requisado» durante cierto tiempo para trabajar para el faraón. Intentar huir no era una buena idea, porque hay papiros del Imperio Medio en los que se recoge el nombre del fugitivo y de sus familiares, que eran encarcelados hasta que aquél regresara a cumplir con sus tareas. Esto en el caso de que les tocara un funcionario que no intentase aprovecharse de su posición, porque lo cierto es que desde el Imperio Antiguo parecen haberse producido abusos
con la azofra, que los faraones intentaron paliar con decretos reales. Conocemos casos de recaudadores de impuestos que cargaban la mano contra quienes no podían defenderse y se quedaban con la ganancia extra, igual que algunos escribas, que redondeaban las cifras hacia arriba y al final del mes contaban con un bonito sobresueldo.
Como vemos, vivir a orillas del Nilo en el antiguo Egipto era duro y peligroso para la salud, como en casi cualquier otro lugar del mundo antiguo. Este tipo de desgaste se iba sumando para terminar acortando la esperanza media de vida hasta los 35 o 40 años. Lo interesante es que el terrible precio que suponía vivir junto al gran río no perdonaba a nadie, e incluso los miembros de la clase alta terminaban sucumbiendo a él.
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